Algún día les contaré la anécdota del día que fui de madrugada al centro de la ciudad a videograbar una nevada.
Mientras buscaba un buen ángulo donde se pudieran poner a cuadro tanto la catedral, una estatua y los copos de nieve a contraluz, de la nada se me acercó un tipo, en harapos, greñudo y mal oliente, aparentemente bajo los influjos de alguna droga por lo errático de sus movimientos y lo arrastrado de su voz.
Sin interesarse en lo más mínimo en lo que yo estaba haciendo comenzó a contarme que acababa de salir de la cárcel y que necesitaba dinero, no me dijo ni para qué. Para ayudarlo, y principalmente para quitármelo de encima, le di un billete que bien podría cubrir el gasto de una comida caliente y el pasaje para regresar a casa. Era una noche muy helada como para andar caminando por las calles con la ropa que él vestía. Ver gente en esas condiciones tiende a ablandar el corazón.
Creo que le pareció muy poco lo que le di, o necesitaba una cena más fancy, o tal vez requería viajar fuera de la ciudad, porque ahora me quería vender su cinturón. Se lo quitó. Ahora tenía que sujetar su pantalón con una mano para evitar que se le cayera. Puso el cinturón en mis manos para que lo viera mejor. Era un cinturón de piel, con una hebilla cuadrada de bronce sin ningún adorno en particular, no sé si era muy antiguo o estaba muy maltratado, pero creo que de haber estado en buen estado sí lo hubiera comprado con gusto. De hecho tenía uno muy parecido pero en un color más claro. Le dije que no me interesaba, pero me insistió… Casi me convence, pero la verdad es que no lo quería. Pasaba por mi mente restaurarlo, o mantenerlo como una buena pieza de conversación, porque en el estado que estaba no me veía usándolo… pero tampoco quería dejarlo sin su cinturón que claramente necesitaba más que yo. Le di mi última palabra: no lo quiero.
Cuando creí que ya se había dado por vencido, sin ningún sobresalto sacó de su manga un cuchillo oxidado, me abrazó y me lo presionó contra el abdomen mientras me decía al oído y con un aliento que apestaba al octavo círculo del infierno: – Te lo dejo bara, güero.
Sin gritos, sin forcejear, todo muy lento; quien estuviera viendo la escena creería que eramos un par de viejos amigos abrazándonos para despedirnos. ¿Quién no sucumbiría a ese poder de convencimiento? Lo que costara el dichoso cinturón sería más barato que una estancia en el hospital, o peor, un servicio funerario, no tardé mucho en entender que en verdad era una ganga. De inmediato saqué tanto dinero fuera necesario para «comprar» el cinturón, la cantidad no me quedó clara, pero fue todo lo que traía en mi cartera.
El buen vendedor al darse cuenta del éxito de su venta se dio la media vuelta y comenzó a retirarse. No dio ni tres pasos cuando regresó, y aprovechando mi estado de shock, me quito de las manos el cinturón que le acababa de «comprar». Mientras se retiraba y se ponía el cinturón me dijo: – A ver a quién más se lo puedo vender.
No tengo la fecha exacta de cuando pasó eso, digamos que han pasado como el tiempo que tengo de no ir solo de madrugada al centro años. Podría buscar los videotapes que grabé en esa ocasión tan especial y hasta subirlos al YouTube. Claro que el encuentro con el vendedor no quedó documentado, pero si logré un par de tomas del centro de la ciudad mientras nevaba de madrugada. No me fui con las manos vacías.