El Precio de Querer Reparar al Otro

Hay verdades que no se encuentran en los anaqueles polvorientos de una biblioteca, sino en el hueco que deja la palabra no dicha, en el silencio denso de una tarde cualquiera, en la mirada extraviada de quien comparte tu sofá pero navega, solitario, por mares lejanos. Es esa certeza amarga de que querer a alguien que no se quiere a sí mismo es, quizá, uno de los peores oficios del corazón, y un precio que a menudo pagamos con la moneda de nuestra propia quietud.
A mis casi cincuenta inviernos, he sido testigo. He visto amores que se alzan como faros y otros que se desvanecen como el humo de un cigarrillo al viento. Pero ninguno tiene esa textura particular, esa arena que se escurre entre los dedos, como el de amar a alguien que se mira al espejo y solo encuentra sombras, incapaz de ver el sol que tú sí le descubres.
Al principio, uno no lo ve venir. Te sientes el arquitecto de su ánimo, el salvavidas en su naufragio. Hay una fiebre juvenil en ese empeño de ser su voz, su escudo, el espejo que le muestre, una y otra vez, las virtudes que ella, tercamente, se niega a reconocer. Le repites, como un estribillo de radio vieja: “eres tan única”, “vales el oro de tus sueños”, “mira todo lo que has tocado con tu presencia”. Y lo dices de verdad, porque tus ojos, sí, lo ven. En ese afán de reparar lo que supones roto, inviertes el alma.
Pero con el tiempo, el pozo de su desamor propio, que parecía un pequeño hueco, empieza a mostrar su verdadera y abismal hondura. Arrojas tus mejores intenciones, tus palabras más sinceras, tus gestos más tiernos, como piedras en la noche. Y no hay eco. Solo el trago seco del vacío que todo lo consume.
Entonces, te das cuenta. Tu amor, por caudaloso que sea, es apenas una gota en su desierto. Y esa es la primera punzada. Esa certeza de que nuestro cariño, que creemos omnipotente, no puede ser el cirujano de su alma. La autoestima, amigo, es un hogar que solo puede reconstruirse desde dentro. Nosotros, desde la vereda, podemos ofrecerle las herramientas, quizá un poco de ánimo, incluso sujetarle una viga cuando el viento aprieta. Pero los ladrillos, esos los debe poner la otra persona.
El cansancio, ese que se cuela por los huesos, no viene de dar amor. El amor, de por sí, nos devuelve la juventud. El verdadero agotamiento, el que te quita el sueño, nace de la frustración terca. De ver cómo un cumplido se convierte en una duda, cómo una oportunidad de ser feliz se desarma, cómo se aferra a la triste melodía de no ser suficiente. Es un desgaste sordo intentar encender la luz de alguien que insiste en vivir a oscuras, y ese, sin duda, es un precio altísimo.
Y luego, la soledad. Porque en esta danza de rescates, tú dejas de ser la pareja para volverte, sin querer, el terapeuta, el animador oficial, el sostén emocional. ¿Y tus propias esquinas? ¿Tus dudas? ¿Esos días grises que también te visitan? A menudo se quedan en la puerta, escondidos, porque sientes que una pena más sería un peso insoportable para esa estructura que ya flaquea. Así que cargas en silencio, y ese silencio se vuelve, con el tiempo, una mochila demasiado pesada.
He aprendido, con los años y con las cicatrices, que no se trata de abandonar el barco. Se trata de reconocer las costas. De saber que tu amor no puede ser el sustituto del suyo propio. Puedes ser el faro, sí, con tu luz inquebrantable, pero no puedes ser el barco. Es el otro quien debe decidir navegar.
Querer a quien no se quiere a sí mismo es un acto de fe ciega, de esperanza testaruda, pero debe ser, también, un acto de supervivencia. Porque, al final, uno no puede prender fuego a su propia paz para calentar a alguien que, con obstinación, elige tiritar.
La lección más cruda, y quizás la más liberadora, es que a veces el amor más grande es, simplemente, soltar la necesidad de repararlos. Y amar, desde la orilla, con los brazos abiertos por si un día deciden, por fin, venir a su propio encuentro. El viaje, después de todo, es únicamente suyo.
Y es ahí, en ese pequeño repliegue de nuestro instinto de curar, donde se encuentra la llave. Porque la soledad, esa que tanto asusta a quienes huyen de su propio reflejo, no es el castigo; es el camino desierto que hay que andar para volver a encontrarse. Es en el silencio de uno mismo, no en el ruido amable de las validaciones ajenas, donde finalmente se escucha la única voz que importa. No se puede llenar un hueco existencial con presencia prestada. El reencuentro, la tregua, el perdón y la admiración por uno mismo son batallas privadas que se libran a puertas cerradas. Nuestro papel no es impedir ese viaje tan necesario, por el miedo absurdo a que se alejen para siempre, sino tener la fe sincera de creer que, si el destino y la voluntad lo permiten, se reencontrarán con nosotros desde un lugar mucho más firme y honesto: el de quien se reconoce, por fin, digno de ser amado.

Había evitado The Orville porque creía que era una parodia de Star Trek con chistes absurdos y de pedos al estilo Family Guy, pero la comencé a ver por recomendación de una persona con la que congenio muy bien y me está pareciendo buenísima.
Los temas son abiertamente woke, sigue la línea de progresismo e inclusividad al igual que Star Trek. Recordar que fue Roddenberry quien puso a una mujer negra, a un japonés y a un ruso (¡durante la guerra fría!) como iguales en una nave. Tampoco hay que olvidar que el primer beso interracial en TV fue en Star Trek.
En los seis episodios que llevo me llamó mucha la atención éste último; trata sobre la especie de los Krill, que son antihumanos y consideran a nuestra especie como seres sin alma incapaces de inteligencia y sin ingenio. En algún momento se descubre que los Krill no nacen odiando a los humanos sino que son adoctrinados con esa idea desde niños. Me fue imposible no pensar en el caso de Israel y su trato hacía los árabes.
Xiaomi Watch 2:
Cons: La batería dura un día.
Pros: La batería se carga por completo en 20 minutos.
No sean como yo, sentándome a comer… mientras veo una película de horror.
La verdadera libertad radica en saber que el atreverse a intentarlo y equivocarse no es un fracaso, sino una valiosa oportunidad para aprender, crecer y mejorar.

Terminé de ver La Casa de Papel. En resumen: Un asalto épico saboteado por sus propios clichés.
Hay un momento en “La Casa de Papel” en el que todo es perfecto: los trajes rojos, las máscaras de Dalí, el plan minucioso de “El Profesor” y el icónico “Bella Ciao” resonando en cada rincón de la Fábrica Nacional de Moneda. Es pura electricidad narrativa, una promesa de serie inteligente y audaz. Y durante un tiempo, cumple. Pero luego, la máscara se resbala y revela lo que hay debajo: un espectáculo que, por querer ser demasiado, termina diluyendo su propio genio.
No es una serie mala, para nada. Es un entretenimiento de alto octanaje, una montaña rusa emocional que engancha desde el primer capítulo. La premisa es brillante, los personajes carismáticos (¿quién no quiere ser Tokio o Berlín por un día?) y los giros te mantienen pegado a la pantalla. Es fácil ver por qué se convirtió en un fenómeno global. Si se midiera solo por pura adrenalina y estilo, estaríamos hablando de un 9/10 sin dudarlo.
Pero ahí está el problema. La serie, en su deseo de superarse constantemente, cae en un abismo de ficción desbocada y clichés que terminan por romper la magia y sacarte de la historia de un golpe. Lo que comenzó como un asalto “creíble” dentro de su propia lógica, se transforma en un circo donde la suerte y las coincidencias increíbles salvan (o condenan) a los personajes cada cinco minutos.
La tensión se fabrica de forma artificial con escenas interminables donde todos se apuntan con sus fusiles pero nadie dispara, un baile de amenazas vacías que en la realidad se resolvería con un solo y definitivo disparo. La comunicación del grupo desafía toda lógica, con radios que funcionan a la perfección bajo toneladas de hormigón y a distancias imposibles, como si tuvieran una conexión 5G mágica instalada en los cascos. Y ni hablar de los momentos en los que la escenografía traiciona completamente la verosimilitud, como esa armería llena de rehenes que, en lugar de escapar por las ventanas perfectamente visibles y accesibles que tienen detrás, deciden quedarse llorando en el suelo esperando ser rescatados.
La resistencia sobrehumana de los personajes ante heridas que dejarían a cualquiera fuera de combate y los villanos que rayan en la caricatura (sobre todo en las temporadas finales) son la gota que derramó el vaso. La serie se ciñe a la fantasía en lugar de la tensión inteligente, optando por el espectáculo visual sobre la coherencia narrativa. Se prioriza el “impacto” momentáneo sobre una trama sólida, y eso termina pasando factura.
Es una lástima, porque el núcleo era excelente. La tensión psicológica, los dilemas morales y el juego de gato y ratón entre El Profesor y la inspectora Raquel fueron narrativa pura de primera. Pero con el tiempo, la repetición de fórmulas y la necesidad de elevar constantemente la apuesta con estos recursos forzados, la alejaron de lo que la hizo especial.
En conclusión, “La Casa de Papel” es como ese pastel que se ve espectacular, con un glaseado perfecto, pero que por dentro está un poco crudo. Es una montaña rusa divertidísima de subir, pero no puedes evitar lo monótono que se vuelve subir y bajar cada vez con menos intensidad y los decorados de cartón. Una obra maestra del entretenimiento que pudo ser, y en momentos se siente que es, pero que se dejó llevar por sus propios excesos.
Un 7 de 10.
La desesperación que se siente estar viendo la última temporada de una larga serie y que se esté poniendo aburridona y además tenga muchos planos solo musicalizados y para colmo en cámara lenta.
En 2026 habrá robots que te enseñen a bailar.
A Netflix le vendría bien un botón de skip para partes sentimentaloides cringe.